Mientras escribo este artículo me invade una cierta sensación de desánimo. En ciertas escuelas (me atrevería a decir que “muchas”), los padres simplemente han desaparecido.
A lo mejor uno los puede ver a la distancia, merodeando cerca de la hora de comienzo de clases o cuando está pronta la hora de partir de los niños. Algunos los “depositan” en la puerta de entrada, otros, ni siquiera eso: vienen solos a la escuela y así también se van… sólos con su alma. ¿Realmente habrá alguien que los espere en casa?
Están solos, solos con sus deberes, solos para acordarse si tienen tareas que hacer o temas que estudiar, solos para contarse a si mismos sus miedos o simplemente cómo les fue en la escuela. Hay un gran silencio del otro lado de la línea… sabemos que ellos están, en algún lado y de alguna forma pero por alguna razón han pensado que la obligación de la escuela era incluso enseñarles a decir “por favor” y “gracias”.
Insólito en estos tiempos que corren, tanta comunicación y a la vez tanta distancia… las palabras se desvanecen, los sentidos se tergiversan y la coherencia, que lucha por mantener la cordura, se pierde irremediablemente.
Los padres existen pero no están, no están para responderle al maestro porqué su hijo no estudió, no están para acompañarlo en su proceso de aprender, no están para inculcarle hábitos y valores. Simplemente han decidido que hay otras cosas más importantes.
La familia es fundamental en la vida de un niño: la escuela no puede ni debe reemplazarla. Es hora de que los padres se hagan cargo de las obligaciones que les compete por el rol que ocupan. Hay mucho en juego.